Saludos.
Ayer volví a ver la película Casablanca y van... me sé los diálogos de memoria.
Sigue alucinándome lo que puede hacer un director hábil, Michael Curtiz, con cuatro perras y un guión cutre, rayano en lo pobrecito, pero con una magia que la convierten, para mí, en una de las más grandes obras del arte moderno.
Adoro el cine y mi relación con el celuloide es antigua y sólida. Para un crío con una mente llena de mundos posibles, el cine representaba la fuga de lo cotidiano, del gris ambiental de la dictadura y casi la única posibilidad de vivir otras realidades.
Y lo adoro todavía más porque desde los catorce a los diecisiete años, trabajé en una distribuidora de películas para Andalucía y tenía acceso a ver hasta dos sesiones gratis cada día.
Era, como veréis, un niño. Un niño con más imaginación que cuerpo y fantasía para dos cabezas y el cine, aquel rectángulo luminoso de grandes proporciones, me surtía de las sensaciones que la vida de entonces me hurtaba.
En aquella empresa teníamos un laboratorio donde se revisaban los rollos, se corregían defectos -casi todos los proyectores ocasionaban rayados y cortes-, se recibían las nuevas y se enviaban a los locales andaluces -llegué a saberme los nombres de todos los cines de nuestra tierra-.
Teníamos dos chicas que las manipulaban. Sobre una mesa amplia, dos soportes metálicos verticales donde se colocaban los rollos y con una manivela, pasaban de uno, el lleno, al otro, vacío. Angelita, que tuvo la grandeza de dejar que me hiciera su amigo -la primera persona que me llamó, cariñosamente, "Pepito" y que supuso un pequeño choque para mí, llamado siempre Jóse en casa-, iba mirando la cinta y cuando detectaba algún fallo, cortaba la parte dañada, raspaba un poco los bordes y aplicando acetona y un artilugio de presión, en unos segundos, volvía a pegarla.
Comprenderéis que cuando una película ya llevaba algún tiempo rodando, los cortes y saltos de escenas llegaban a inutilizarla, por lo que había que sacar otra copia del almacén.
Cuando se recibía una película nueva, venía acompañada de un cartón grande, rojo, de la Censura. Allí se especificaba qué escenas había que suprimir. Y Angelita, cumpliendo rigurosamente lo que ordenaba la autoridad, suprimía lo que hubiera que suprimir.
Pero iba tirando ésos trozos en una caja de cartón y regularmente, me regalaba aquellos fotogramas que recogían momentos que jamás se vieron en nuestras pantallas. Era desnudos, semi desnudos, piernas, pechos... Una joya para un adolescente.
En casa teníamos un proyector de 8 milímetros y yo conseguía manipular los fotogramas -de 35- de tal forma que lograba ver ésos tesoros. Imaginaros las consecuencias de aquello a ésas edades.
Hace unos años ví Cinema Paradiso y lloré. Lloré recordando mi vida y mi relación con el cine. Lloré porque a pesar de las triquiñuelas para escapar de la rigidez social, reviví la misma impotencia ante la mojigatería de la que no fuí consciente siendo niño.
De la misma forma y cuando de adulto fuí consciente de lo que los doblajes habían hecho con mis adoradas películas, sentí furia. Una furia sorda y peligrosa, desesperante, porque no habrá jamás justicia suficiente para explicar la castración social de varias generaciones. Y no habrá nunca razón que acredite el daño que la religión oficial nos hizo.
También trabajaba Ana Mari, secretaria del jefe. Un morenaza espectacular que se me antojaba actriz sin suerte, sin haber tenido alguna posibilidad, aunque la realidad era muy otra. Era, sencillamente, una secretaria. Pero mi cabeza creaba mundos.
Ana Mari, que también me premió son su amistad -incluso con su defensa cuando mi inexperiencia me ponía a los pies de mi jefe-, me regaló un día un beso "de película". Un beso que sigo llevando guardado en mi corazón porque por aquel entonces, Ana Mari era para mí LA BELLEZA en una mujer.
Y nuestros dos vendedores, nuestros "comerciales". Dos tipos que se recorrían Andalucía dos veces al año e iban vendiendo lotes de películas a los cines. Por supuesto, en el lote cabían algunas buenas y varias malas. Y su trabajo consistía en entremezclarlas sabiamente, es decir, contando los argumentos con tanta ficción como para hacer "picar" al comprador. Luego verían que eran, sencillamente, bodrios.
Uno de ellos, Alberto, tenía todo el aspecto físico de Miguel de la Quadra Salcedo y al igual que con Ana Mari, yo pensaba que había sido actor, en otra época, porque ya tenía algunos años. Tampoco aquí acerté pero yo me lo pasaba muy bien imaginando.
Cuando regresaban los vendedores, era los momentos de mayor trabajo porque había que programar las fechas para que los rollos estuvieran en los cines en las fechas establecidas y todo el soporte administrativo que suponía.
Y el contable, Alfonso, al que robaba cigarrillos a escondida, sin tregua y porque me caía mal y porque me pagaba muy poco.
Y Manolo, el jefe directo, el que me hartaba de trabajo mientras charlaba por teléfono, se iba a tomar café dos horas o tenía "reuniones" con los dueños de los cines de Sevilla. Mientras, yo debía atender el negocio solo.
A los diecisite, me fuí a la mili y mi vida tomó otros caminos.
Pero el cine sigue haciéndome soñar con la misma fuerza, la misma intensidad que entonces y sigue llenando mi cabeza de las mismas sensaciones de cuando era un niño curioso.
Cuidaros.
2 comentarios:
hermano gracias por darnos a conocer parte de tu vida mas personal,eres todo un arte en la lectura escrita,gozo leyendote a diario,ultimamente estoy de enhorabuena,me estás acostumbrando a casi diario tener mi ratito de buena lectura y de camino voy conociendo aspectos de la vida de mi hermano que no conocia,eres una biblioteca andante,un abrazo.
¡GRACIASSSSSSSSSSSSSSSSS!
Fantástico Jose M. Este escrito te transporta a la adolescencia y evoca recuerdos ya casi olvidados. Gracias y felicidades.
Publicar un comentario