Saludos.
En su último libro, Stephen Hawking. The Grand Design (El Magnífico Diseño), el científico británico afirma que Dios no es necesario para explicar el universo. Mas o menos y dicho de forma bruta, como es natural en mi.
La Iglesia Católica, por supuesto, afirma lo contrario. Y lo hace con expresiones tales que “dios existe y si no, que venga dios y lo vea”.
Y se quedan tan panchos.
Pero no van mi tiros, hoy, por ésa línea.
Stephen Hawking es, probablemente, la mente más brillante aparecida en la Tierra en mucho tiempo.
Hawking, con sus “Breve historia del tiempo (Historia del tiempo: del Big Bang a los agujeros negros”, “El universo en una cáscara de nuez” y “Brevísima historia del tiempo”, me enseñó, entre otras cosas igualmente importantes, a ser humilde.
Tener una idea aproximada de cómo funciona el mecanismo universal, contado con sencillez y al alcance de personas con mentes como la mía, es un regalo impagable. Y saberte tan perfectamente pequeño e insignificante, es la mejor manera de arrasar los egos más desaforados.
Pero Hawking es una paradoja humana encerrada en una vaina defectuosa.
En 1963 le detectaron la esclerosis lateral amiotrófica, o enfermedad de Lou Gehrig y su cerebro pasó a ocupar todo el espacio porque el cuerpo quedó desactivado. Es posible que ello haya contribuido a fortalecer ésa capacidad para pensar y aunque parezca terrible, yo no me siento capaz de envidiarle a pesar de todos sus méritos.
Hawking apenas consigue mover, con dificultades, un dedo y a través de un sistema informático, escribir sus tesis y libros.
Es el dedo más productivo de la Historia y lo digo totalmente en serio aunque pudiera parecer una broma sangrante.
Por eso, cada vez que veo ésa imagen que tomé en la Capilla Sixtina y que ilustra la cabecera de éste artículo, no puedo dejar de pensar en mi amigo Stephen porque tanto si hubiera dios como si no, un dedo puede ser la diferencia entre el todo y la nada.
Un dedo maravilloso.
¡Salud, maestro!
Cuidaros.
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