Saludos.
Siendo aún un niño y todavía solo seis hermanos, mis padres tuvieron la genial idea -y apenas unos recursos-, de llevarnos a todos a veranear a Matalascañas durante muchos años.
Eran los tiempos de las playas vacías,inmensas, interminables, donde pasábamos más de dos meses en un delicioso estado semisalvaje. Toda nuestra indumentaria se resumía en el inevitable bañador -que nos calzábamos a primera hora y nos quitábamos para ir a la cama- y un chaleco para las noches, cuando refrescaba.
Nos ubicábamos en una especie de colonia estival entre La Higuerita y Torre Carbonero con dos zonas delimitadas: los pileños y valencianos y otra, separada, para los sevillanos. Con sorna, nos llamaban "el barrio de los leprosos".
Como vivienda, la gente de Pilas nos fabricaba una casa de juncos -"bayunco", decían ellos-, con cuatro dormitorios y salón -para familia muy numerosa que luego aumentaría en cuatro más-; una cocina separada unos metros y un aseo -un pozo ciego-, más separado aún, hacia el interior, hacia el Coto de Doñana muchísimo antes de convertirse en Parque Nacional. Todo de bayunco formando paredes compactas de no menos de diez centímetros de grosor.
La cocina de gas butano y la luz de carburo: artilugio de dos cuerpos roscados en cuya parte inferior se colocaban las piedras -de un olor tan particular que aún hoy podría detectarlo entre otros muchos-; en la superior el agua. Provista de una boquilla -que se atascaba a menudo y había que limpiar con un alfiler, nos alumbró las noches playeras todos aquellos años.
Con el carburo usado fabricábamos cohetes: A una lata vacía se le hace un agujerito en la base. Colocados los restos del carburo debajo y la lata al revés, se vierte un poco de agua encima de forma que se va colando por el orificio lentamente. Los gases que se acumulan dentro hacen que, llegado un momento, se expandan, explote y la lata vuele metros y metros.
Para beber y lavarnos, teníamos un pozo excavado, con brocal, delante de la casa y nos surtía de un agua dulce, riquísima y helada.
Entre el pozo y el mar, un sombrajo grande. Era el mejor sitio de todos.
Allí nos reuníamos a la caída del sol para escuchar a los mayores contar historias. Acurrucados, nos embelesaban con las biografías familiares y detalles de las atrayentes vidas de nuestros progenitores siendo niños, algo incomprensible para nosotros, los niños. También nos asustaban algunas veces con cuentos de miedo e historias de terror.
El sombrajo, con el tiempo, también se convirtió en el lugar de los primeros escarceos eróticos de la adolescencia, con las chicas de pilas, a la luz de la luna.
La colonia tenía una choza/tienda/bar/pensión, que regentaba El Pelao y donde era imposible tomar un café sin mosca. Un día que por error le puso un café sin extra a mi tío Miguel, éste se quejó y se negó a tomarlo si no le servía lo mismo que a los demás clientes. Mi tío era un guasón que puso un cartel a la entrada de nuestra choza en el que se leía "dobihipro el sopa". Estuvo vigente unos años y los enanos tardamos por lo menos una semana en descifrar el jeroglífico.
Y mi padre, ejerciendo de perfecto Rodríguez, aparecía los fines de semana con el suministro, la comida que no se podía comprar allí mismo y que debía mantenernos vivos otra semana. Y comíamos como limas nuevas.
El pan nos lo traían a diario en un caballo. Uno de los hijos de Reyes, la pileña que nos fabricaba la casa, venía desde el pueblo del que salía antes del amanecer. A veces llegaba tarde porque le salía un toro y debía esquivarlo por las marismas a todo galope y en la oscuridad.
La vida en la naturaleza, por tanto, era maravillosa.
Día si, día también, mi madre nos pedía que le trajéramos coquinas. En aquellos años, llenar un cubito playero a robosar de coquinas grandes, hermosas y frescas, era cuestión de media hora. Usando uno o los dos pies, en un rato ya teníamos el entrante perfecto: cocinadas con un poquito de aceite, ajo picado y un chorreon de vino blanco, duraban en la fuente digamos... tres minutos. Y las sopas para rebañar la salsa era un batalla diaria en la que seis, ocho, diez manos pugnaban por lograr la última.
Nunca tuvimos caña de pescar porque estaba muy lejos de los presupuestos familiares -con comer todos los días ya era suficiente-, pero teníamos imaginación.
Por muchísimo menos dinero, nuestro padre nos traía un carretito de sedal, unos anzuelos y con algunos plomillos caseros, nos fabricábamos los "tiraillos": con unos metros de hilo enrollados en un soporte de madera, coquinas como cebo y agua hasta la cintura, sacar menos de veinte o treinta bailas, mojarritas y brecas era impensable.
Todos inmaduros, por supuesto.
Los albures no picaban y solo era posible pescarlos con la tarralla (especie de red redonda que se lanza con las manos y que los valencianos -procedentes de los arrozales del Guadalquivir- usaban con una destreza encomiable). Los albures, sin embargo, no los comíamos: los troceábamos para usarlos como cebo para las chovas, las reinas.
Un año, próximos a la adolescencia, uno de mis hermanos sacó una chova de dos quilos y medio con un tiraillo enrollado en una botella. Dos quilos y medio de chova son un pescado muy grande. Tremendo.
Tras más de dos horas de lucha -es un pez fortísimo-, con cortes en las manos por sujetar el hilo e infinitos esfuerzos, logramos sacar el trofeo.
Conservamos una foto en la que se nos ve a los tres enanos sujetando el bicho al más puro estilo de los cazadores africanos del pasado.
Continuará.
Cuidaros.
4 comentarios:
....Y lo peor de todo es que mañana me voy para Tenerife y me dejas a dos palmos....
Esto no se hace Hermano.
Te la guardo para cuando nos veamos y te puedea invitar a una birra fresquita.
Un abrazo de Chorly y deséame buen viaje y que lo pase de "Puta Madre".
Me ha traído muchos recuerdos esta historia porque nosotros también veraneamos de pequeños en Matalascañas durante bastante años.
Un abrazo desde la Lombardía, estoy pasando unos días en Bergamos en casa de unos familiares.
Cuídate.
Michelangelo
¡Que historia más entrañable!
Maravilloso, amigo mío. Sería genial echar un vistazo a esa foto.
Un fuerte abrazo.
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