domingo, 16 de agosto de 2009

CUENTO DE VERANO -II-

Saludos.

La costa, en aquellos tiempos, era un surtidero de cosas maravillosas.

De vez en cuando aparecían en la orilla unas bolas de cristal -boyas que habían escapado de las redes-, que eran el trofeo más preciado porque resultaban ser adornos muy llamativos; también trozos de corcho -igualmente restos de boyas de pesca-, con los que hacíamos ruedas para luego, con una caña larga y una guita, fabricarnos una especie de vehículo que apoyado en el estómago, gobernábamos con la guita a modo de cochecito; aparecían, también, monedas y aunque parezca incríble, llegamos a reunir una buena colección de dinero de épocas remotas -árabes, sobre todo-. De haber conservado aquellas monedas, hoy, sin duda, le habríamos sacado un buen precio -probablemente se perdieran en algún traslado de mi familia-.

Y las conchas.

Increíblemente grandes, raras y exóticas, servían desde ceniceros hasta motivos decorativos aptos para cualquier derroche creativo.

Imaginaros una panda de chavalillos sueltos, pura imaginación con patas, con todo un mundo virgen por descubrir, tiempo y ningún compromiso serio. Pensad también que entonces no había ni un solo motivo de distracción -díganse televisiones, consolas, nintendos, pesepes, guiis...-. Demasiadas horas de libertad para no esperar travesuras sin límite.

El Coto de Doñana era una tentación constante. Sabíamos, porque los veíamos, que había guardas a caballo -antiguos furtivos reconvertidos-. Pero con el tiempo aprendimos a esquivarlos con notable acierto. Así, lográbamos traernos bolsas de riquísimas piñas en un despliegue al mejor estilo militar: teníamos un avanzado que iba de reclamo y que debería decir, si era interceptado, que iba a "cagar" y para ello, lo proveíamos del conveniente trozo de papel higiénico. Dos alas, a modo de exploradores, que silbarían en caso de emergencia. El grueso de la tropa atacaba los pinos en los "corrales" -hondonada entre las dunas móviles que cambiaban cada año- y en un santiamén, dejábamos pelados dos o tres pinos. La retirada, perfectamente ordenada, garantizaba el éxito de la misión. Más tarde, en una fogata, asábamos las piñas -cuyo olor a resina quemada también tengo grabada en mi memoria olfativa así como los crujidos al abrirse al calor- y nos poníamos "púos" de aquellas pequeñas delicias llamadas piñones.

Y las camarinas -corema album-, riquísimas y jugosas frutitas blancas que comíamos a puñados.

El Coto, sin embargo, tenía sus peligros: las víboras y los alacranes eran nuestra constante preocupación. Por suerte, nunca nos alcanzó ninguno aunque en cierta ocasión me quedé a un metro de una víbora y pude ver, perfectamente, su cabeza triangular.

Tampoco era infrecuente ver bajar a la orilla y no lejos de la colonia, a primera hora de la mañana, a los jabalíes y a los gamos.

Tanto en plena noche como al amanecer, los baños resultaban deliciosos y no exentos de cierta inquietud por no ver lo que te rodeaba. Y cuando de vez en cuando caía una tromba de agua de lluvia, bañarse en plena tormenta era un desafío solo apto para niños "valientes".

Un año encontramos la vaina de una bala de cañón usada -resto de unas maniobras militares hispano-norteamericana-, de grandes dimensiones. Mi hermano mayor, listo él, pretendió sacar los restos del casquillo con un destornillador y un martillo. Para espanto de la chiquillería, aquello aún conservaba restos de explosivo y emitió un agudo pssffffffffff que nos hizo huir despavoridos. Alguno se econdió detrás de alguno de los postes -palos de un grosor de nueve o diez centímetros-, que soportaban la choza.

Y aparece el héroe: una de mis hermanas y una prima que veraneó aquel año con nosotros, estuvieron a punto de ahogarse al adentrarse jugando en una parte del agua donde había un gran escalón. Solo mi entereza, control, temple de nervios, fuerza y agilidad -¿que no?-, logró sacarlas del atolladero.

Y alguna gamberrada: otro verano, un primo -cada año se invitada a alguno/a de los muchos que tenemos-, supo lo que era comerse una croqueta cargada de laxante. Estuvo cagando dos días sin parar.

Continuará.

Cuidaros.

2 comentarios:

SeLu Pérez dijo...

me gusta leer estas historias del abuelo ariza porque yo tambien estoy entrando en una epoca donde recuerdo mi juventud (entiendas la niñez) como algo lejano y lleno de diversión, yo que trato mucho con niños de corta edad por mi hobby veo como esta juventud no aprovecha el tiempo y se queda en sus casas con guis, pesepes y plais como tu dice y no aprovechan el mundo a su alrededor, cierto es que tambien antes abia muchos mas descampados donde tres tablas y una zona de hierba alta te trasladaba a una jungla del africa central. pero tampoco aprovechan el tiempo y es una pena... recuedo con nostalgia toda mi niñez... lo reconozco, mi peterpan no me deja crecer... y si esto ahora es asi con 25 años... como será cundo tenga 45, 55 o 65, quizás para entonces me haga un blog y lo comparta contigo amigo Ariza.

Un abrazo sevillista y sevillano!

Vademécum Sevillista dijo...

Insuperable. Sigue así.