Saludos.
El tren que nos traslada desde Corneilhan a Cognac es un TREN. Los asientos dispuestos en filas de a dos, todos mirando en dirección a la marcha, ventanales enormes, limpio, rápido y silencioso. Hoy no nos llamarían la atención, pero en la época de que hablo, suponía todo un descubrimiento. Y para unos catetillos como nosotros, efecto "boca abierta". Por casi todo.
Solo teníamos ojos para mirar por los amplios ventanales y absorver. Vemos extensas campiñas hasta el infinito, regadas -regularmente-, por anchísimos canales pletóricos de agua.
Vemos autopistas llenas de coches, aeropuertos, paradas a las que llegamos silenciosamente y partimos, al poco, de la misma manera. Gente que sube y baja muy seria, muy a lo suyo. El ambiente es cómodo y relajado y las conversaciones apenas se escuchan.
Tan distinto es todo que te sientes un poco fuera de lugar y tienes la sensación de que no cuadras allí, de que todos te miran como bicho raro, cuando la realidad es totalmente distinta y nadie repara en nadie.
Pero yo si.
Yo soy una máquina de grabar sensaciones e imágenes y sin saberlo, archivar los datos que me están permitiendo escribir esto hoy.
Y como soy curioso y todo me llama la atención, aquel cúmulo de referencias nuevas, diferentes y tan llamativas -para mí-, se quedan fijadas en mi mente sin solución de continuidad.
A pesar de que el tren siempre me a adormecido -el suave run run y el traca traca de las juntas de raíles me producen un efecto somnífero notable-, aquel viaje lo hice con los ojos abiertos como platos.
Unas horas después, la fantástica obra del puente de Burdeos, en la desembocadura del Garona: altísimo, larguísimo y espectacular, con unas vistas formidables.
Un poco más adelante, el tren gira de nuevo hacia el este y nos adentramos en la comarca del rio Charente, hasta nuestro destino.
Nos recoge al llegar un tipo alto, muy serio, al que le salen vellos por el puño de la camisa, "amanerado" -luego descubriría que tenía reminiscencias de nobleza y cuyo apellido compuesto no logro recordar-, que apenas habla español aunque lo suficiente para entendernos. También descubriría que la tarea de comunicarse con nosotros se la dejaba a su mujer, quien hablaba nuestro idioma pero con grandes carencias.
Un par de días más tarde, viendo un informativo en la televisión ¡en colores!, me atrapó la noticia de que un político de renombre se había pegado un tiro enmedio de un bosque. La señora -de la que que nunca llegué su nombre-, me preguntó muy amablemente, con suavidad exquisita:
-¿Estás entendiendo lo que dicen?
-Creo que si -repuse, narrándole lo que yo había interpretado.
Ella asintió, aprobando y me dijo:
-Si te parece bien, yo te hablaré en español y tú me corriges, y al contrario. ¿De acuerdo?
-Por supuesto.
Desde ése momento, ella me trasladaba todo en su imperfecto español -que yo retocaba- y yo le respondía en mi más que escaso francés, modificando ella mis errores. Fue un buen acuerdo y muy productivo para ambas partes.
Llegamos a una casa muy grande, aislada, señorial, donde nos había adaptado la biblioteca como dormitorio. Tres camas y cientos de libros, todo de madera y que me encantó. Sin embargo, tras un biombo, en una esquina, un lavabo y un bidet. Punto.
Por supuesto, después del primer día de trabajo, exigimos una ducha. Nosotros, le dije a la señora, nos duchamos después de la fanea en el campo, cuando llegamos todo sucios y sudorosos. Hubo cónclave entre el matrimonio y accedieron a que usáramos la bañera del piso superior, la familiar.
Era un obra de arte: de material -probablemente bronce-, brillante, con grifos muy barrocos e historiados y con cable de "teléfono" -novedad absoluta-, pero... sin cortinas ni nada que frenara el agua, de tal forma que hubimos de ingeniarnos para nos salpicar todo el bonito piso de madera. Conclusión, duchas sentados. Incomodísimo pero ducha, al fin y al cabo, diaria.
Comíamos todos juntos -matrimonio y nosotros tres- y descubrí que me habían educado aceptablemente bien: no sorbía la sopa con grandes aspiraciones, usaba los cubiertos adecuadamente, masticaba con la boca cerrada y usaba la servilleta. Pepe no.
Y también descubrí que servían ¡quesos de postre!
Después de los dos platos habituales, ensalada siempre, un cafetito negro y cortito y un chupito de cognac -luego me extenderé-, se presentaba la señora con una bandeja grande y sieto u ocho clases de quesos diferentes. Y a pesar de nuestras primeras reticencias -mentales-, resultó muy agradable terminar la comida con la mezcla de gustos de los varios tipos de texturas y sabores. A mí, que siempre me encantaron, aquello terminó de convencerme para que, vaya donde vaya, pida y cate los quesos de cualquier sitio donde se produzcan.
La vendimia en la Charente era muy diferente a la de Languedoc-Rosellón porque las vides son altas, sujetadas con alambres y se trabaja de pie, lo que lo hace mucho más soportable. Y porque hace un frío descomunal.
Los catetillos veníamos de tierras calientes y en la primera vendimia hizo bastante calor. En la segunda nos enfrentamos, sin la protección suficiente, a unas temperaturas bastante bajas y un viento racheado que batía sin piedad. Además, muchos días acompañado de agua nieve.
En muchos momentos debíamos detener el trabajo y acercándonos al tractor, poner nuestras manos en el tubo de escape, que normalmente está al filo del rojo, para recuperar el movimiento de los dedos.
Este equipo era mayor que el otro: seis nativos -cuatro chicas y dos chicos-, y nosotros tres. El patrón, a bordo del tractor con el remolque, recolectando los cubos que uno, por turnos, le acercábamos. Y los cuatro equipo de a dos, cortando sin cesar.
Estas uvas no eran para vino tinto, sino para coñac.
Continuará.
Cuidaros.
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