jueves, 28 de mayo de 2009

LA HISPANIOLA -y SEIS-

Saludos.

Mi parabrisas estaba triturado y enseguida, a la mañana siguiente y haciendo un gran esfuerzo para levantarme tan temprano, me acerqué a la agencia de alquiler donde expuse que lo había encontrado así al ir a recogerlo. La señorita me dice que necesito copia de la demanda policial que debería haber interpuesto.

Como no la tenía, me dirigí a la comisaria más cercana y tras pedir que me informaran de los trámites, me enviaron a una sala para hacer el acto.

Entré en un salón de unos quince metros en donde, a la derecha, había dispuestas varias mesas en fila, todas con ordenador encima y un solo funcionario: en la última, la del fondo, una oronda agente mulata, con el conocido uniforme celeste, tecleaba sin premuras.

En la pared de la izquierda una hilera de sillas, respaldo contra la pared, acogía a la larguísima cola de demandantes. Pregunté y me indicaron. Me senté en la última libre y esperé.

A medida que la funcionaria terminaba un trámite, los de las sillas nos corríamos un puesto acercándonos.

Entré sobre las nueve de la mañana y ví como pasaban las horas lentamente porque a cada rato, cada veinte o treinta minutos, se cortaba el fluido eléctrico y había que esperar que reapareciera. Luego, cuando llegaba, aguardamos pacientes a que se reiniciara el ordenador -con la famosa musiquilla de Windows-. Además, la funcionaria, con toda la sangre del mundo, se lo tomaba con tanta tranquilidad que me hacían desesperar.

Sin embargo, me entretuve muchísimo escuchando las historias de mis vecinos de silla. La señora de mi izquierda, mediana edad, gorda y sudorosa, la que iba delante, quería denunciar que le había robado la cartera y que a pesar de que apenas llevaba dinero, se había quedado sin documentación y eso podría ser un problema importante si la hubiesen detenido. Luego entró en algunas intimidades familiares sobre sus hijos a las que yo, correcto y atento, asentí, me sorprendí, no me lo creía, ¿es posible...?

El señor de mi derecha, un tipo bajito y fornido, había sorprendido a un ladrón tratando de robarle el carro. El ladrón había sacado una pistola y el hombre, todo pundonor, se la había arrebatado, le había propinado una paliza y venía a entegarla -la traía en una bolsa de plástico y cargadita de balas-y a denunciarlo, pero se temía, lamentándose, de que aquello solo le traería más problemas... ¡con la policía!

Otros vecinos también contaban casos similares y a todos, hasta tres sillas más allá en ambos lados, hube de contarles mi sosa historia, mi orígen y todos, sin excepción, exclamaban...¡ah, Sevilla! Pero ninguno había estado nunca aquí y sospecho que hubiesen sido incapaces de situarnos en el mapa.

Llegó mi turno sobre la una de la tarde y me acerqué a la mesa de la oronda. Expuse mis pretensiones y me invitó a sentarme en una silla de escay cuyo asiento, húmedo, me causó no poco asco, Justo entonces volvíó a fallar la luz. Esperamos y mientras, entraron otras dos funcionarias, casi copias exactas en formas y color a la "mía", y se pusieron a charlar las tres. Eran temas de hombres y parece que ninguna de ellas aguataban muchas tonterías. Viéndolas de cerca, las creí.

Cuando el sistema volvió a estar operativo, nos tomamos nuestros buenos quince minutos en redactar la demanda, a saber, que aquella mañana me había encontrado el carro -aunque yo dije "vehículo"- con el cristal hecho añicos y temiendo que en cualquier momento volviéramos a quedarnos sin fluido. Pero ya no tuvimos más contratiempos aunque mi pasaporte debió llamarle mucho la atención porque lo estuvo ojeando y manipulando más tiempo del conveniente para mis nervios.

Me levanté con el trasero totalmente húmedo, dí las gracias, dejé dos pesos en concepto de algo y me largué.

Con mi demanda en la mano, regresé, tras comer algo, a la agencia y aquella misma tarde,un par de horas después, me cambiaron el coche.

Tuve que regresar al hotel y pegarme una siesta larga porque estaba muerto de sueño.

Una noche, Joanna me invitó a asistir a una fiesta pública en un barrio cercano a la Zona Colonial, junto al río Ozama. Cuatro o cinco casetas/bares, no más de cincuenta o sesenta personas bebiendo y dos altavoces espectaculares que derramaban bachata a un volúmen insoportable.

Tras varios intentos fallidos para que bailara y sin que la cerveza me hubiera anulado el sentido del ridículo -a torpe bailando me ganan muy pocos-, decidí que mis sentidos, especialmente el auditivo, ya se había saturado suficienten. Ella quiso quedarse y yo me marché.

Un día llegué a mi apartotel y el conserje juró y perjuró que yo estaba dentro -no aparecía mi llave-. Subí como una flecha y encontré a Joanna durmiendo en mi cama. Se había comido casi todas mis reservas del frigorífico y trasteado en mis cosas. Por supuesto, la eché sin contemplaciones y ya nunca volví a verla a pesar de que me llamó varias veces para intentar recomponer la relación. Al conserje le propiné tal bronca por dejar entrar a nadie en mi habitación que el hombre estuvo a punto de llorrar.

-¡La señorita decía que era su amiga! -fué su único argumento-.

Después de repaso que le metí y exigirle que jamás volviera a hacer algo así, le dí una propina generosa y volvimos a ser amigos.

Desde hacía varios días la había estado observando atentamente y llegué a confirmar el "soplo" que me dieran María y mis otros amigos: Joanna se metía toda la coca que podía comprar. Cuando encontré que había estado buscando y revolviendo mis pertenencias, quizás con la idea de que hubiera dejado allí dinero, decidí terminar para siempre.

Adios, Joanna. Suerte.

Cuando anuncié en el club que mis vacaciones se acababan, me hicieron una fiesta muy emotiva. Acudieron otros varios amigos, clientes del Proud Mary, con los que solo había tenido algún trato ocasional y nos tomamos una cena excelente en un antro al que jamás, ni por asomo, se me hubiera ocurrido entrar de haber pasado por allí. Pero las sorpresas de la vida, dentro tenía un rincón encantador -con aire acondicionado- y una cocina exquisita.

La última noche cogimos una cogorza de tres pares y me parece recordar que hubo frases tiernas, alguna lagrimilla y muchos abrazos.

En mi avión, medio vacío, había filas libres completas en la zona central, de cuatro asientos. Me tumbé, me amarré y desperté en Barajas.

Ha sido el mejor viaje de mi vida. En todos los sentidos.

Y fin de la aventura.

Cuidaros.

P.D. Un mes más tarde, le envié a María un disco con veintidós versiones del Proud Mary, por veintidós artistas distintos.

1 comentario:

Alvaro dijo...

Insisto, escribe un libro. Por cierto, me suena, un cd con un montón de versiones de La Orgullosa María. Sigue adelante, amigo.