lunes, 18 de mayo de 2009

LA HISPANIOLA -DOS-

Saludos.

Haber "decubierto" el bar de María y la Presidente hizo que sin quererlo cambiasen todos mis planes.

De las muchas cosas que me llamaron la atención, hubo una que me tuvo muy preocupado varios días, hasta que terminé por acostumbrarme y verlo como algo normal: todo el mundo lleva pistola. Y la muestra sin tapujos.

Parece ser que es el país del mundo con mayor densidad de armas en relación con la población. Y yo me creo ésa estadística.

Aquel portero con una recortada lo ví repetido en todos los bloques de pisos, edificios, almacenes, tiendas... Y si bien es verdad que nunca presencié ningún altercado, lo cierto es que rara era la noche que no se oían una o varias detonaciones.

Me había prometido mucho sol, playa, buena comida, descanso caribeño y diversiones, después de todo un año de duro trabajo, y casi desde aquella primera noche solo tomaba baños de luna, bebía Presidente como un cosaco y dormía la mayor parte del día.

La cerveza, además de alegrarme la vida, hacerme mucho más locuaz y facilitar que intimara rápidamente con los paisanos -lo que supone un gran avance para mí debido a mi introversión natural-, tuvo la virtud de desinhibirme y quitarme los miedos al volante. Muy al contrario, alegre y osado, conducía como ellos. Al poco, nadie hubiera advertido mis orígenes ibéricos viéndome "manejar".

Uno de los primeros días me llevaron a conocer un restaurante en Boca Chica. Todo de madera y construido como un palafito -sobre pilotes en el agua-, se situaba en una ensenada de aguas transparentes y poco profundas, a las que se podía acceder desde el mismo restaurante.

Tenía, además, una cocina bastante buena y se convirtió en mi favorito. Y no me importaba que estuviese unos treinta kilómetros de Santo Domingo ni que hubiera que tomar la famosa autopista, casi una hora, porque me llevaba mi bañador, me refrescaba y comía bien.

Además, hacían unos excelentes "camarones" -gambas-, al ajillo, en cazuela de barro y con raciones generosas, buen pescado -lo que es raro en el Caribe- y res, vaca. Me hice habitual y amigo del camarero jefe -las propinas hacen milagros-, lo que me garantizaba que me atendieran aunque llegara, como la mayor parte de las veces, casi fuera del horario normal de comidas -me levantaba muy tarde-.

En la autopista, el sistema de pago era una especie de boca metálica donde se depositaba un peso y se levantaba la barrera. No recordar eso me supuso, más tarde, un buen lio.

Santo Domingo tiene un Casco Histórico, herencia española, donde aún se pueden visitar palacios y fortalezas de cierto valor, pero la principal atracción, para mí, era la Calle del Conde.

Esta especie de Calle Sierpes, es la artería peatonal más importante de la ciudad porque todas las tiendas, negocios, bancos y cualquier cosa que pretenda ser algo, está allí. Tiene, también, bares estratégicamente situados que me permitían sentarme, cuando el calor menguaba un tanto, a ver pasar a la gente.

Siempre ha sido una actividad especialmente atractiva para mí. La gente, las caras, los tipos, los andares... me inspiran y me permiten aplicar la imaginación para dotarlos de vidas ficticias.

Además, pasaban cientos de mujeres todas preciosas, todas hermosas, todas deseables.

Negras oscuras, claras, mulatas, casi blancas, blancas... un gama impensable de preciosidades que me maravillaba. Tengo que reconocer que en la República Dominicana la mayoría de las mujeres son más bonitas que en Cuba. Los hombres cubanos, por el contrario, me parecieron por encima de las cubanas.

Debido a que mi relación con mi amiga dominicana -la llamaremos Joanna-, se estaba deteriorando a pasos agigantados -nuestros intereses y formas de divertirnos estaban muy alejados-, tuve que replantearme la manera de ocupar mi tiempo.

Una noche, en el Proud Mary, un tipo regordete ocupaba mi rincón favorito por lo que me senté al lado, en la barra. Acababa de cenar en un restaurante próximo donde servían carnes de los bichos más raros. Allí tomé avestruz, canguro, mono, cocodrilo... aunque notaba diferencias de sabor y textura, nunca perdí del todo la sospecha de que siempre era la misma carne aderezada con distintos condimentos. Y no se porqué, imaginaba que era perro.

Pero estaban buenas y tenía una gran bodega.

El tipo del bar, en un momento, me preguntó/afirmó si era español y enseguida pegamos la hebra. Resultó ser un tipo simpático, alegre y un tanto pícaro. Solo bebía tequila.

Era ingeniero agrónomo y estaba en paro. Hacía poco tiempo que el gobierno conservador había sido derrotado por los socialistas y los nuevos mandatarios decidieron barrer con todo lo que oliera a los anteriores. Mi amigo, al que llamaremos Víctor -sigo manteniendo correspondencia con él-, no era de derechas, pero llamarlo revolucionario hubiese sido excesivo y estuvo trabajando para el gobierno.

La cuestión es que vivía del sueldo de su mujer -doctora- y pasaba las noches agarrado a la tequila y haciendo nuevas amistades. Por supuesto, habitual del Proud Mary e íntimo de María.

Aquella primera noche charlamos sobre su estancia en España, sus estudios en Madrid, las grandes diferencias entre nuestros dos paises, de la buena música, de literatura... de mi visita a su isla y mil cosas más. Nos hicimos amigos.

Como sería costumbre en adelante, cerramos el bar, nos despedimos de María y a pesar de mi evidente zigzagueo, y del suyo, me permitió que lo acercara a su casa en mi coche.

La noche siguiente, después de mi cena de bicho desconocido, me esperaba acompañado de otro tipo. Me lo presentó como Ulises -nombre ficticio también porque al igual que con Víctor, sigo manteniendo contacto-.

Era un tipo de mi estatura, delgado, atildado, poco pelo y figura de atleta. Mas tarde me contó que había participado en una Olimpiada, en mil quinientos metros, sin que su nombre vaya a quedar en los anales de las grandes gestas deportivas. Gran conversador, se dedicaba a los negocios. Exactamente tenía lo que aquí llamaríamos una financiera. En realidad, una oficina de préstamos fáciles con interés por encima de lo legal. No quiero imaginar de qué forma se cobraba los impagados.

Sorprendentemente, siempre vestía camisa de manga larga y eso añadía unos grados a mi apreciación del calor sofocante que padecía. También casado aunque con una extraña relación con su mujer sin que nunca llegara a saber la naturaleza de la misma. Al igual que Víctor, había estado en España y la conocía bien.

Y ya está formado el trío.

Mas o menos de la misma edad, los tres grandes bebedores, todo ojos para las mujeres y dispares criterios sobre gustos femeninos aunque perfectamente compatibles.

Una noche que charlábamos casualmente sobre política, entraron dos tipos con melenas y me los presentaron como españoles. Nos saludamos aunque no les noté mucho entusiasmo y al poco se largaron. Eran vascos, exiliados de ETA. Detrás de ellos, dos armarios con pinganillos en las orejas y gafas de sol los seguían como sombras.

Por supuesto, advertí a mis amigos que jamás volvieran a presentarlos como "españoles".

Otra entró una chica mulata de excepcional belleza y también fuí presentado. Se llamada Odalys -vuelvo a falsificar su nombre real-. Era secretaria en una embajada, delgada, con unos ojos inmensos y una sonrisa de las que te dejan seco, mudo y sin capacidad de reacción.

Con María trabajaba una chiquita muy joven, de tez blanca y ojos claros, que se llamaba Michelle. Especialmente crédula, tomarle el pelo era el deporte favorito de mis amigos. Aunque lo hacían sin malicia, yo nunca participé y la trataba con respeto y simpatía porque me caía bien.

Coleccionaba encendedores y como le regalaba alguno de vez en cuando, que no tenía, debió tomarme algún cariño porque cuando los otros dos intentaban desubicarla con palabrería, solía acudir a mí para que le explicara las cosas o para defenderla de los ataques.

Y entre ella, mis dos congénere, Odalys, María y yo, llegamos a formar un pequeño club nocturno de bebedores, habladores, fanfarrones y reidores. Muchas risas, todas las risas.

Continuará.

Cuidaros.

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