Saludos.
El próximo 10 de noviembre (día electoral y que según ocurra
en sentido amplio, puede llegar a ser erectoral para una parte o partes)
deberemos jugar un partido que si la “autoridad” no lo impide, será el enésimo
capítulo en más de un siglo de choques macerados en vínculos intensos y especiales:
el otrora llamado derbi de Sevilla.
Éste asalto toca en Heliópolis. Episodio 1 de 2, por ahora.
Sabemos de lo que hablamos los que habitamos en las dos
orillas del fútbol hispalense porque hemos nacido imbuidos en la competencia
directa, en la lucha fratricida, en la rivalidad, en el derecho ganado (o no) a
proclamarnos mejores… y a veces también en la burla. Sin contar otras gozaderas
locales, nacionales e internacionales de cuantía superior, probablemente no
tengamos, ambas aficiones, mejores motivos para sentirnos tan orgullosos de
nuestros colores que venciendo al vecino y si es posible, humillarlo en el
marcador. Tampoco importa que desde hace ya mucho tiempo juguemos ligas
distintas y que el vecino haya dejado de ser objetivo prioritario desde
entonces para uno de ellos. El otro sigue anclado en su maraña interior.
Como tampoco importa mucho que la Historia, las vitrinas y
las estadísticas sean tozudas porque cada partido es único entre sus iguales.
Dos (a veces cuatro) ocasiones al año de explosión emocional incontenida.
Sin embargo, lo que se pone en juego son solo tres puntos
que son, también, los mismos que se disputan contra todos los demás equipos de
la Liga. Durante noventa minutos largos (hasta el silbido final todo el tiempo
es “reglamentario”, digan lo que digan los indocumentados que viven de esto)
lucharemos por ésa recompensa y que en función del resultado, casi puede pasar como
una anécdota: se hablará más de ésa humillación perpetrada en redes, círculos,
bares, trabajos y familias.
Los medios propios y ajenos vivirán de la noticia unos
cuantos días, antes y después, con la probada ecuanimidad, corrección,
objetividad e imparcialidad que les caracteriza y siempre preñados y sazonados,
precuela y secuela, de lugares comunes; de comentaristas ocasionales
“escogidos” a pie de campo entre los más burdos y chabacanos, entre los que
suelen aportar más banalidad y vergüenza ajena porque “venden”, aquende y
allende, una imagen tópica que no nos cansamos de alimentar nosotros mismos y
con la inestimable ayuda importada de los buscadores de escarnio.
Pues a pesar de que la recompensa sea la misma, el
componente anímico de estos encuentros no nos deja impasibles porque es
imposible (casi cacofonía). Debe haber pocos hogares sevillanos en los que no
convivan miembros adictos a una u otra droga pelotera; que raro será quien no
tenga cerca algún elemento discordante (con mayor o menor grado de tolerancia y
afectividad) y que llegado el día después, no apabulle al otro de mil y una
maneras; que en acabando el derbi, no nos lancemos con fruición a practicar la
mortificación ajena (hay quien y en dependiendo de donde sople el viento, lo
llama “guasa”) y que serán días de piel sensible, a veces elevada a una cuestión
de honor, con la ferviente esperanza de que la feria sea en su barrio la
próxima comparecencia.
Soy sevillano y sevillista y tengo un conocimiento amplio de
la Historia de ambos clubes. Desde los inicios mismos de la lucha cainita
local, los aficionados se polarizaron con pasión en favor de sus colores y con
el dualismo vehemente que nos caracteriza. Hubo, incluso, algunos episodios
delirantes (sangre de por medio) que prefiero no recordar. Con los años, esa
pasión se fue incrementando, radicalizando y tomando un carácter excluyente (no
podría ser de otra forma porque nos configuramos por oposición: somos de y anti
invariablemente) de grandes proporciones y a veces, proporciones extremas. Tan
es así que no todos podemos decir que tengamos un amigo/a de los “otros” con
los que analizar, sin pasión y civilizadamente, lo acontecido el día antes; de
felicitar al vencedor y aceptar que quizás fueron mejores porque… a la fuerza
ahorcan (que dice el refranero popular).
Es tal que, probablemente, sea el derbi más intenso que se
juega en el fútbol mundial (sin ánimo de desmerecer a esos otros que todos
conocemos).
Tres puntos que en nuestro derbi alcanzan una dimensión
especial y distinta porque salvo contadas excepciones (estoy por pensar que una
vez superada la infancia, pocos habrán abandonado su fe primigenia) nacemos ya
con la impronta genética que nos define y nos enfrenta. En esos colores (uno
primario y otro mezcla) que portaremos orgullosos en nuestros corazones hasta
el último minuto, hasta el último instante. Hasta el último suspiro.
Es probablemente uno de los pocos delirios que nos acompañan
toda la vida, que nace y muere con nosotros y que, si tenemos suerte, transmitiremos
a hijos, sobrinos y nietos…
Tres puntos con sabor híper potenciado de ardor y fogosidad incomparables
que traduces luego, dependiendo de cómo negocies tus hormonas, en mofa
descarnada o en ésa media sonrisa que causa estragos: decirlo todo sin decir
nada.
O el silencio y tu derecho a guardarlo.
Cuidaros.