Para ti, Antonio, cuando la pena se dulcifica.
Quique tenía doce años recién cumplidos. Era alto para su edad, moreno y guapo. Poseía unos ojos negros que, su madre lo aseguraba, haría estragos entre las chicas en muy poco tiempo.
Apuntaba ya un cuerpo atlético fruto de su intensa pasión por jugar al fútbol, principalmente, aunque se le daban bien el baloncesto y la natación.
Por si fuera poco, era un magnífico estudiante.
A todas esas cualidades, había que unir que era, como decía su padre, “intrínsecamente” sevillista.
Aquella tarde estaba tumbado en la playa donde veraneaba la familia, junto a Lolo, su mejor amigo y que pasaba unos días invitado en su casa.
Lolo también era un chico guapo de pelo castaño y ojos verdes y al igual que Quique, muy alto para su edad, también buen atleta y otro espléndido estudiante.
Lolo era bético “por parte de padre”.
Ambos callaban concentrados en las noticias que les llegaban a través de la radio del MP3 de Lolo. Para poder oírla al unísono, cada uno se había colocado un auricular.
Escuchaban atentos, sin decir nada, pendientes de las novedades del caso.
Ni siquiera la pandilla de niñas de su edad que pasaba por delante de ellos, les hizo perder la concentración.
Pasados unos minutos, Lolo miró a Quique y dijo:
-Tío, que se está muriendo.
Quique, con las lágrimas pujando por escaparse de sus ojos, asintió. Era lo que decía su padre cuando aseguraba, pesaroso, “creo que no sale de ésta”.
Muchas preguntas rebullían por la cabeza de Quique. Por mucho que lo había intentado y sin tener aún una conciencia clara de lo que significaba “morirse”, solo conseguía sentenciar un:
-¡No es justo!
Tampoco es que supiera distinguir justicias abstractas, pero se lo había escuchado a su padre y como tampoco él podía explicar un suceso tan enajenante, pues adoptó la expresión y en los últimos días, la soltaba más a menudo de lo que hubiera deseado.
Lolo tenía un nudo en la garganta. Nunca antes había visto llorar a su mejor amigo y además, él también tenía el corazón en un puño. También él había envidiado a aquel jugador del “otro” equipo al marcar un gol mágico; había asistido a la explosión de alegría de Quique y su familia con los títulos conseguidos y había compartido ésa felicidad porque eran sus amigos.
La emoción de Lolo era genuina y lo fue entonces como lo era ahora. Quique era su mejor amigo y casi su hermano porque Lolo era hijo único. Definitivamente.
Mirando a Quique haciendo esfuerzos titánicos por no ponerse a llorar como un niño y aguantando sus propias lágrimas, recordó las innumerables veces que se habían lanzado puyas amables sobre sus respectivos equipos. Durante unos segundos, sintió un vago sentimiento de culpa por haberle gastado aquellas bromas graciosas, por haber contado aquellos chistes sobre el Sevilla y por las largas charlas pugnando, cada uno, por destacar los valores de sus equipos y las carencias del otro.
Lolo le pasó el brazo por los hombros a Quique y como si hubiera estado esperando aquel gesto para desencadenar su dolor, Quique lloró.
Lolo también.
En una de las miles de fotos que se publicaron sobre la muerte de Antonio Puerta, puede verse a Quique y a Lolo, cada uno con su camiseta, con su escudo, abrazados llorando mientras delante, a pocos metros, el féretro de la Zurda de Diamantes toma rumbo al Tercer Anillo.
Cuidaros.
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