Saludos, Álvaro.
Hoy escribo solo para ti y no permitiré, siquiera, comentarios.
He leído lo que dices en La Palangana y me he emocionado. No nos hemos visto nunca, pero conozco bien a tu padre. Y a tu hermano. También a tu madre.
¿Sabes? Tu hermano es un tío genial. Veras… el primer día que llegó le tendí la mano y me la estrechó con cara de sorpresa y mucho de timidez (seguramente no tiene un pelo rubio de eso). Pienso que esperaba que le diera un beso, pero a un tío tan grandote y vivaracho le pego un apretón se ponga como se ponga. Me miro “raro”, como pensando… ¿y éste viejo qué hace?
La segunda ya tuvo menos reparos, aunque se le notaba todavía un poco cohibido.
Ya en la última, sacó ésa mano del tirón porque sabía que se la iba a estrechar. Incluso ya me sonríe y me saluda atento a pesar de la cara de pocos amigos que tengo.
¿Nos das las gracias? Para nada, Álvaro, para nada. Tienes la fuerza y la virtud suficientes para sacarnos algo de lo poco bueno que aún nos quede. Sabes que el mundo es jodido (perdón), y que la mayor parte del tiempo andamos dándonos coscorrones unos a otros y a veces, cosas peores. Por eso, cuando alguien logra rebuscar en el fondo de nuestros corazones y sacar una pepita de solidaridad, hay que pegarle un aplauso y achucharlo un buen rato. Y darle las gracias a voz en grito porque no siempre se consigue.
Cuando yo estudiaba Magisterio (una vez, once upon a time, tuve la tentación de ser maestro sin acordarme que siempre fui y seré aprendiz de todo y maestro de nada), unos señores muy sesudos nos decían que andáis por otros mundos, que vuestra realidad es distinta, que medís el tiempo con otros relojes…
Y resulta que los verdaderos autistas somos los “normales”, los que no miramos alrededor, los que dejamos que otros sufran y padezcan sin hacer nada, los que permitimos que los que necesitan ayuda no la reciban, que somos egoístas, ególatras y despiadados…
¿Quién no anda bien, Álvaro?
Hace bien poco me sorprendió tu padre y me dejó cortado. Tela de cortado: íbamos a la radio y ése día, para gratísima sorpresa porque es muy raro (tu sabes mejor que nadie que el hombre anda siempre escaso de tiempo), se presentó al programa. Todos los demás lo celebramos porque todos lo queremos un taco. Al llegar, fue estrechando las manos a los presentes y mi, que debería haber sido el segundo según estábamos situados, me dijo algo así como: “ahora te pillo a ti”. Y me quedé con la mano en el aire. Y se me aflojaron hasta los cordones de los zapatos porque pensaba “¡mi madre, qué habré hecho ahora!”.
Cuando terminó los apretones a los demás, se me vino encima (tu padre es grandote), me pegó un abrazo de oso (por lo del tamaño, Álvaro, que te veo venir) y yo pensé “ya no me escapo”.
¿Y sabes porqué era? Pues porque había colgado un cartel en mi blog. Uno de los de tu Asociación. ¡Te imaginas que cada vez que alguien le cuelgue un cartel vaya por el mundo pegando abrazos! ¿A que está un poco tocado?
¿Sabes, Álvaro? Si hubieras tenido que elegir padre no hubieras encontrado otro mejor. Se le nota a leguas el amor que te profesa. Le sale por los poros y contagia. Nos contagia a todos y nos hace un pelín mejores. Creo.
Pero cuando ya salimos disparados para la estratosfera es cuando dices que cantas el Himno del Centenario, cuando jaleas los goles, cuando sea el partido que sea y de cualquier deporte, entonas ése cántico tan especial que nos puso la mejor banda sonora imaginable a unos años de gloria absoluta.
Y tus los viste, Álvaro. Estabas allí y estoy seguro que los viviste con tanta pasión como nosotros aunque no lo dijeras. Estoy segurísimo.
Por todo ello, Álvaro, soy yo quien escribo esto para ti, para darte las gracias por sacarme algo buenecito donde queda poco.
Gracias, Álvaro.
Cuídate.
P.D. Este artículo no admite comentarios. Por favor, evitadlos porque no se publicarán.
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