Saludos.
Terminada la jornada, sobre las seis de la tarde y tras tomarnos una reparadora ducha, salíamos a pasear por el pueblo.
Nuestra decepción fue grande desde el primer día puesto que en allí solo había un bar y cerraba a ¡las ocho! Era un local pequeño donde raramente llegamos a ver a más de tres paisanos reunidos y tenía una mesa de billar.
Ipso facto, nos hicimos clientes habituales. Allí descubrimos el Pernod Ricard y los Gitanes, cigarrillos de tabaco negro, lo más parecido a nuestros Ducados y Celtas. Pero el pernod era una cosa excepcional puesto que nosotros éramos cerveceros por naturaleza y la pedíamos en botella o en presión -de barril-, mientras echábamos unas partidas en la mesa de tapete verde.
El primer día que nos empujó fuera a las ocho, nos obligó a regresar -ya era de noche- y dedicarnos a jugar a las cartas hasta la hora de dormir, lo cual no parecía una actividad muy atractiva si pensamos que teníamos contrato para un mes.
Puestos a cavilar, se nos ocurrió "negociar" con monsieur Basile, el dueño del bar, que cerrara más tarde. Dicho y hecho, el día siguiente y tras muchos esfuerzos, logramos convencerle a cambio de un mínimo de consumo de bieres.
Cuando regresábamos a nuestro refugio, nunca después de las diez, el pueblo estaba muerto.
Algunas de las cosas que más me llamaron la atención fue ver tantas razas coexistiendo juntas. Desde los altos y rubios ingleses -que llevaban la discografía de los Dire Street completa y la ponían sin parar horas y horas-, pasando por negros de todos los tonos, hasta los vietnamitas, los descendientes de los adeptos al régimen francés cuando tuvo que salir, de mala manera, de Indochina y se los trajo en pago a sus servicios.
También me causaban sorpresa y risas que los motoristas, todos, usaban cascos. Pero la risa la provocaba que lo llevaban incluso con los Velosolex, lo que parecía excesivo para tan poca moto. Además, estaba de moda modificarles las manijas y cerrarlas hacia dentro, con lo que hacían aún más ridícula la estampa. Mucho equipo, estética y protección para no pasar de sesenta o setenta kilómetros por hora.
Me llamó mucho la atención que los coches llevaran todos luces amarillas y ante mis preguntas, el patrón me informó que era zona de nieblas casi todo el año. Es posible que fueran las ideales para eso, pero lo cierto es que de noche, con dichas luces, no se veía ni un pimiento.
Y las prostitutas. Los domingos, día libre, nos íbamos a la ciudad de Beziers, la más grande y cercana a Corneilhan, el pueblito donde trabajábamos. La recorrímos, en plan turistas, visitando sus monumentos más destacados, sus parques, sus museos, sus avenidas...
Inevitablemente, llegamos a los "bajos fondos". Ante una puerta de aspecto anónimo y nada destacable, una fila de tipos, ocho o diez, esperando. Resulta que conocíamos a uno de ellos, un tal Manuel, y lo saludamos. Eran todos españoles.
-¿Qué hacéis aquí? -quisimos saber.
-Echar un polvo -repuso con expresión de "¡vaya pregunta tonta!, ¿no lo ves?"
Y en efecto, estaban ante un prostíbulo. Pero la sorpresa fue mayúscula cuando vimos aparecer a un par de las trabajadoras del sexo, dando paso a los siguientes clientes.
Nos cortaron el aliento: Impresionantes, espectaculares, jóvenes, hermosas, lozanas, bellas y limpias. Algo inaudito. A pesar de la reacción, no caímos en la trampa de dejarnos allí las ganancias que con tanto esfuerzo nos estábamos mereciendo y reprimimos los deseos. Pepe estuvo insistiendo un buen rato, porque se había recalentado,hasta que llegamos a amenazarlo con que volvería solo si continuaba dando la tabarra. Le sugerimos un poco de amor propio -entonces no se llamaba así-.
Para superar el arrebato no satisfecho, nos metimos al cine y vimos Apocalypse Now, en francés. Aún perdiéndome la mitad de los diálogos, me pareció una magnífica película. Y aunque como sustitutivo no es recomendable, al menos tuvo la virtud de llevarnos la mente en una dirección diferente.
Un sábado, en la puerta de la discoteca ambulante, se organizó una reyerta entre franceses. Nosotros, prudentemente, nos mantuvimos al margen. No obstante, observamos que se pegaban con mucha cuatela, con las manos abiertas y poco. Nos aseguramos a nosotros mismos que de habernos visto implicados, nuestros nudillos, pies, codos, dientes y rodillas hubieran trabajado a destajo. Viendo a los contrincantes pegarse, nosotros, machotes españoles, hubiéramos necesitado dos o tres para cada uno.
Dentro conocimos a unas chicas de Valladolid, vendimiadoras como nosotros pero en otro pueblo. Al saber que éramos sevillanos, una de ellas, algo achispada, me pidió que le enseñara a bailar sevillanas.
Ocurre que: jamás he sabido bailar sevillanas; que ni estando borracho soy capaz de dar tres pasos y que en una discothéque francesa, con música disco atronando de fondo, no enseño ni la lengua.
Ella insistió tanto que por fín, con ánimo de acabar cuanto antes y por las intenciones que nos mantenía allí con las chavalas, hice el papelón de levantar las manos y dar un giro. Debió salirme tan mal como realmente fue porque exclamó:
-¡Pero si no sabes!
Entonces, cabreado y aliviado a la vez, le repuse:
-¡Pues claro, llevo toda la noche diciéndotelo!
Aquella noche, bien tarde, volvimos andando hasta Corneilhan sin haber ligado -ni gratis ni de pago-.
Se acercaba el final de éste primer contrato -luego teníamos otro en otro punto de Francia-, y para celebrarlo, el patrón organizó una fiesta familiar. Por supuesto, estábamos invitados.
Nos pagó íntegros nuestros salarios -incluídos el día de huelga y el mío de enfermedad- y nos felicitó por el trabajo realizado. Quiso saber si volveríamos al año siguiente y cuando ya el vino estaba haciendo efecto, me declaró que estuvo muy "mosca" durante unos días, porque ni mi hermano ni yo teníamos aspecto de vendimiadores, lo cual era cierto. Luego, dijo, viendo cómo trabajábamos, se alegró mucho.
En un momento de la fiesta necesitamos más bebidas porque le pegan al tinto a destajo. Bernard, el patrón, me preguntó si sabía conducir y ante mi respuesta afirmativa, me entregó las llaves de su coche.
Era un modelo de Renault que no se vendió en España. Tenía el cambio en la barra del volante -cosa nueva para mí- y ajustado el asiento a su tamaño. La bebida ya consumida nos estaba haciendo efecto y yo, lanzado y prepotente, sin ubicarme correctamente, los llevé hacia donde me indicaba.
Solo la suerte evitó que en llegando a un stop, que no ví, no nos arrollara otro coche que nos dedicó una hermosa y sonora pitada.
Bernard se puso lívido y aunque no llegó a decir nada -probablemente no le hubiera salido la voz del cuerpo-, su mirada me hizo encoger no pocos centímetros.
Muchos buenos deseos, unos cuantos "hasta el año que viene", besos a Simone -Dominique no acudió a la despedida-, y nos largamos en tren desde la costa mediterránea a la atlántica, a Cognac.
Continuará.
Cuidaros.
2 comentarios:
así me gusta ariza,dejando el pabellón alto por donde vamos.
una pregunta,¿el alain ese,nunca sospechó nada?
¿no hubo miradas retadoras?
¿amago de duelo? ....
Pues nada. Mi hermano me vuelve a dejar embobado en su lectura. Ni Cervantes con su Quijote, ni Antonio Machado, ni Lorca, ni Bécquer han conseguido de este Chorly lo que estás consiguiendo tú.
No me tardes con la tercera entrega...que me entra un mono como King-Kong de grande.
Un abrazo hermano.
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