Saludos.
Un par de días depués de mi experiencia religiosa, viajaba hacia Boca Chica para tomarme un baño y almorzar. Iba solo y siguiendo la fila de coches, entramos en el puente móvil -que se abría lateralmente-, rumbo a la autopista.
Un semáforo al final de dicho puente nos tuvo detenidos el tiempo obligado. Yo debía estar el cuarto o quinto en la cola. Se puso verde y avanzamos. A la salida del puente hay una curva pronunciada a la derecha, que tomé como los demás, y apenas había avanzado un par de cientos de metros se me puso al lado, junto a mi ventanilla, un policía cabalgando una moto de poca cilindrada. Me hacía señas inequívocas de que me parase.
Me eché la lado y me detuve esperando con curiosidad qué querría el tipo, inocente de mi. Estaba tan absolutamente convencido de no haber cometido infracción alguna que lo esperé tranquilo, con una semisonrisa.
Lo ví bajarse de la motillo a través del espejo retrovisor y para mi sorpresa, no se acercó por mi lado sino por el del copiloto. Intentó entrar y como llevaba el seguro puesto, me hizo gestos violentos para que abriera.
Se sentó a mi lado, cara de pocos o ningún amigo, un señor con uniforme celeste arrugado y sudoso, gorra, bajito, moreno y cejudo. Portaba un cinturón negro y ancho del que pendía, bien visible, un pistolón que hubiera sido la envidia de Harry el Sucio. Me soltó de sopetón:
-¡Se saltó el semáforo!
Mi sorpresa fué mayúscula y pensé que se trataba de un error.
-Agente -señalé con mis mejores y más exquisitas formas-, he pasado cuando estaba verde, como el resto de vehículos.
-¡Se saltó el semáforo! -insistió, una octava más alto.
Tengo la desgracia de cambiar instáneamente del humor al mal humor. Y mi cara lo refleja nítidamente.
-Agente -volví a decir, ahora vocalizando, lentamente y con intención de que se me entendiera a pesar de las distintas procedencias-, he pasado en verde, detrás y delante de otros varios carros -carro=coche, localismo muy apropiado dadas las circunstancias-.
-¡¡¡Se saltó el semáforo!!! -si bemol mayor con vibrato al tiempo que se reubicaba en el asiento de manera que el pistolón quedara directamente a mi vista-.
En la mano izquierda llevaba un bloc bien grueso de hojas rosas que debía ser el de los formularios de denuncias. En la derecha, un bolígrado y se daba golpecitos en la rodilla, como llamando mi atención porque justo por debajo del codo, se veía perfectamente aquella monstruosidad de arma.
En una fracción de segundo calibré la situación y desistí.
-¿Cuánto es la multa?
-Seiscientos pesos en comisaría o quinientos aquí -sentenció-.
En otra fracción del mismo tiempo, recalibré lo que debía ser entrar en una comisaría dominicana para ser objeto de una denuncia y se me erizaron los vellos de la nuca. Opté por pagar.
Saqué mi cartera, separé los quinietos pesos -casi todo lo que llevaba- y se los entregué. El tipo los trincó casi antes de sacarlos, salió del carro y montando su motillo, desapareció a todo lo que daba sin dejarme el papel rosa.
Después de muchísimos viajes por España y por el extranjero, nunca antes me habían robado y mucho menos un policía. Pero siempre hay una primera vez.
Por supuesto, me acordé de todos sus antepasados, uno por uno, hasta seis generaciones, la que llegó de España.
Visto que me quedé con un problema transitorio de liquidez, dí media vuelta y volví hacia mi hotel donde, cerca, había una hamburguesería para ocasiones desesperadas.
Una noche, en el Proud Mary, me presentaron a un matimonio yanki de orígen dominicano que pasaba sus vacaciones con la familia. Ambos blancos, jóvenes y con agradable charla, por lo que ingresaron en nuestro selecto club desde ésa noche.
Yo les había prometido a mis amigos una comida en la Casa de España y un lunes, el día que cerraba María, nos encajamos allí en tropel.
A saber: María, Michelle, Víctor, Ulises, Odalys, Joanna y una amiga suya, los dos yankis y yo.
Había reservado el día anterior por lo que nos tenían la mesa preparada y nos ubicamos para el almuerzo. Resulta que yo no puedo tomar tinto porque me afecta a la cabeza, a la migraña, por lo que pedimos blanco y tinto para los demás. El camarero, un tipo grandullón y buen sicólogo, me trajo a mí, primero, la botella de Barbadillo que había elegido.
Uno, que tiene muchas historias, quiso darse el pegote de ser buen conocedor. Así, con mucha parsimonia, como si de aquello fuera un experto, me acerqué la cata a la nariz con un ligero movimiento rotatorio, aspiré, me llevé la copa a los labios y tomé un sorbo. Dentro de la boca, hice un enjuague discreto y tragué. Un par de boqueos aprobatorios y asentí.
Odalys, la encargada de catar el Rioja, realizó, exactamente, los mismos movimientos que yo.
Y nos zampamos una paella light que tuvo mucho éxito.
El camarero sicólogo había presentido que yo pagaba y me trató con atención de pudiente. Yo me tomé más de la mitad del vino blanco, la amiga de Joanna el resto y todos salimos la mar de contentos.
Por supuesto, hubo brindis por nuestra salud, por la mujeres guapas -a mi cargo-, por vosotros, por nosotros, por España, por la República Dominicana, por la paz universal, por la amistad eterna...
Continuará.
Cuidaros.
3 comentarios:
estoy superenganchado a tu aventura dominicana,no te hago comentarios,pero te leo a diario,un abrazo y sigo a la espera de nuevas entregas hermano.
Hermano aunque no te conteste..no te quepa duda de que te sigo fielmente
Llego a casa, me conecto y lo primero que hago es buscar el siguiente capítulo de tus historias...¿quién me lo iba a decir a mi? a estas alturas y ensimismado con la lectura.
No me dejes de entretener eh¡¡
Un abrazo José.
Aissssss. no me digáis que lo que nos cuenta nuestro José no nos tiene entretenidos??? .. Yo también ando "enganchaita" a sus vivencias ... Bsts...
Besail ...
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