domingo, 10 de mayo de 2009

LA VENDIMIA -CUARTA PARTE Y ULTIMA-

Saludos.

Le cognac. El coñac.

Lo que nos tomábamos tras la comida, en la misma tacita del café, apenas un dedo, tenía sesenta grados. Pero era algo sublime: dulce, suave, intenso, aromático... riquísimo. Pero cuando llegaba abajo, al estómago, los grados hacían su trabajo y las jornadas de tarde, normalmente, eran la mar de divertidas. No recuerdo haber ido a trabajar tan contento en todo el resto de mi vida.

Dos o tres días de vendimia y comienzan los problemas. La pareja de franceses, dos tipos jóvenes y delgaduchos, cuchichean toda la jornada y van muy lentos, lo que nos obliga, al transportista cargado de cubos llenos de uvas, a hacer largos recorridos para mantener el frente de las cuatro parejas mas o menos uniforme.

Cuando me toca a mí llevar los cubos, me cabreo y con mi mala cara habitual, me acerco a ellos y "le ordeno"a uno que se cambie con Pepe. De tal forma que las parejas hispano francesas sean mixtas. Eso mejora el ritmo y asegura que avancemos a un mismo nivel. Pero ellos no opinan igual y se quejan al patrón.

El monsieur nos llama y nos hace entender que tranquilos, que no nos agobiemos y que trabajemos al ritmo de los demás. Las parejas, por tanto, vuelven a unificarse por nacionalidades.

Entendido. Desde ése momento, el que acarrea cubos se "pasea" con total placidez.

Sin embargo, el acto de elevar el cubo para descargarlo en el remolque, hace que parte del líquido nos resbale por la mano y llegue al codo. Eso, dos días después, nos produce dolores intensos en los codos porque la humedad se acumula ahí. Para protegernos, debemos usar unos manguitos largos, de plástico, que impermeabilizan el brazo.

Esta zona es mucho más triste que la anterior y ni siquiera tenemos un bar donde refugiarnos. Es gris y oscura y el mal tiempo general no invita a salir al finalizar la jornada. Sin embargo, los dos franceses, los delgaditos, tienen ganas de medirse con nosotros y nos desafían a petanca.

Sin haber tocado en nuestras vidas las bolas metálicas, en un par de intentos conseguimos "dominar" el juego. Aunque parezca estraño y poco creíble, les ganábamos dos de cada tres partidas.

Y cuando el mal tiempo hacía imposible jugar fuera, me desafiaban, a mí -mi hermano y Pepe "pasaban"-, a ajedrez. Pues ahí, también, yo era mejor. Es un juego que me apasiona desde pequeño y del que tengo un cierto dominio.

Pues para la honra patria, también ganaba dos de cada tres partidas.

Fue un tiempo monótono y sin grandes asuntos que destacar hasta que llegó el final de la cosecha: el patrón nos pidió que nos quedáramos unos días, al mismo precio, para limpiar el habitáculo donde había ido depositando las uvas y que al ser retiradas, había quedado bastante sucio.

Era un hueco cuadrado, en el suelo, de casi tres metros de profundidad. Tenía un sistema de aspiración del grano y como enseguida que se recolectó lo habían vaciado, quedó con casi una cuarta de líquido en el fondo. Nuestro trabajo sería evacuar ése líquido y dejarlo limpio.

Pero no es tan sencillo. El jugo de la uva desprende olores ácidos muy potentes y peligrosos. Por ello, para bajar al pozo aquel, debíamos atarnos una soga a la cintura -por si nos mareábamos-, que controlaban los otros dos desde el borde. Además, teníamos que llevar con un pañuelo en la cara. Y nunca más de unos minutos cada uno.

Acabada la limpieza sin bajas en el personal, nos encargó, por otros días más, que le limpiáramos un campo de piedras. Como el anterior patrón, tenía varias parcelas y alguna otra en preparación para incrementar su producción. Pero la zona era pedregosa y había que reritar ésas piedras antes de acometer la plantación de vides.

-¿Sabéis llevar un tractor? -preguntó ella.

-Por supuesto -respondimos.

Pues manos a la obra. El remolque lo llenábamos de pedruscos que luego llevábamos a una especie de vertedero de piedras. Todo bien, todos contentos hasta que...

Al regreso de la jornada, lógicamente, volvíamos conduciendo el tractor. Pero atravesábamos el pueblito a tal velocidad que un gerdarme acudió a quejarse al patrón.

Un día más tarde, nos ajustó la cuenta y nos envió para España.

Y llegamos a Irún.

Primero nos sorprende que había docenas de guardias civiles controlando al personal; luego que nos miraran los pasaportes con lupas y aunque ninguno de los tres podamos físicamente pasar por vascos, aunque lo pretendamos, mi apellido despierta alarmas porque tiene origen allí. Al final, pasamos.

Más tarde, en Irún pueblo -teníamos varias horas hasta el enlace para Sevilla- nos encontramos una caravana de coches blindados de la Guardia Civil, patrullando por las calles.

Y cuando entramos a un bar a comer algo, un amable camarero, simpático y bromista, nos prepara unos bocadillos descomunales. Ya entonces supe que por el norte de España se come en cantidades industriales. De lo que sea.

Otras dieciocho horas de tren -español- y al llegar a Sevilla y tratar de cambiar los francos por pesetas, descubrimos que de las veintiséis que nos daban al partir, habían bajado a dieciocho. Y nos dicen, además, que todos los años, al final de la vendimia, el franco se devaluaba un poco.

Pero pudimos pagar nuestras deudas.

Luego, muy poco tiempo después, encontraría otro trabajo de más largo alcance.

Fin.

Cuidaros.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Magistral Hermano, colosal. Me has tenido pegado a tu blog durante varios días. No tardes demasiado en deleitarme con otra historia verídica...como decía el gran Paco Gandía.
Un abrazo José...Te quiero joé.

Rafael Sarmiento dijo...

Preciosa historia

Para los que somos más jóvenes, y hemos oído hablar de la de gente que se iba a la vendimia, es muy bonito conocer de primera mano en qué consiste eso, y como lo vive alguien que estuvo allí.

Enhorabuena, y gracias por compartirlo

Un saludo

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho tu historia, y te he entendido perfectamente, quizás le ha faltado un final feliz, con alguna francesita rubia... xD

Este año quizás me toque vendimiar, ya me hago a la idea... Salu2!